En las curvas tranquilas que rodean el lago Issyk-Kul, al sureste de Kirguistán, hay algo más que paisajes alpinos, pastores nómadas y playas de aguas saladas. A lo largo del camino, especialmente en la orilla sur, se multiplican pequeñas colinas con construcciones extrañas que emergen del terreno como fósiles a medio desenterrar. Son cementerios.

No están ocultos ni retirados del paisaje. Al contrario: sobresalen con estructuras de ladrillo, cúpulas de adobe, rejas metálicas oxidadas y, en algunos casos, mausoleos que evocan mezquitas, torres o yurtas. La muerte en Kirguistán no se esconde: se construye, se eleva, se deja ver.
El lugar lógico para encontrar una voz de otros tiempos es un cementerio de otros tiempos.
Donde la historia sigue hablando

En 2022, un grupo internacional de investigadores liderado por la Universidad de Stirling y el Instituto Max Planck reveló que un pequeño cementerio medieval en esta región, cerca de la aldea de Kara-Djigach, contenía restos humanos que ofrecían una pista clave para resolver uno de los grandes misterios históricos: el origen de la peste bubónica del siglo XIV.

Uno de los cuerpos enterrados allí —una mujer que murió en 1338— tenía en su ADN rastros de Yersinia pestis, la bacteria responsable de la peste negra. Los investigadores lograron secuenciar el genoma de la cepa y determinar que era ancestral a todas las variantes posteriores, lo que convierte ese lugar en una especie de «punto cero» de una de las pandemias más devastadoras de la historia.

La historia quedó sepultada durante siglos bajo tierra, hasta que la ciencia la sacó de nuevo a la superficie. Lo irónico es que, al viajar por la zona, uno se cruza constantemente con cementerios que siguen ahí, abiertos al tiempo, sin pretensión de ser museos ni santuarios. Solo memoria viva.

Un lenguaje funerario propio

Durante nuestro recorrido por la orilla sur del lago —una zona menos transitada que el norte, y más rica en paisajes áridos y comunidades rurales— observé cementerios con características comunes, pero también con detalles únicos.

Lo primero que llama la atención es la heterogeneidad. Aunque la mayoría de la población kirguisa es musulmana, no todas las tumbas están orientadas hacia La Meca. Las direcciones varían, y eso sugiere una cierta tolerancia ritual, o tal vez una fusión entre las tradiciones islámicas y las prácticas funerarias nómadas previas.

Cada tumba, además, se marca con un montículo de tierra visible. Esto puede deberse a las características del terreno —seco, compactado— que no permite entierros profundos sin dejar relieve. Pero también se percibe como un gesto simbólico: una manera de individualizar cada cuerpo en un paisaje vasto y, en apariencia, uniforme.

La arquitectura también habla. Algunas tumbas son simples, apenas delimitadas por piedras. Otras son mausoleos elevados, decorados con estrellas de cinco puntas (vestigios de la era soviética), medias lunas, retratos en bajorrelieve o figuras de caballos. La muerte aquí es también una forma de expresión identitaria.

Cementerios sin muros

A diferencia de otras culturas donde los cementerios están encerrados, vigilados o separados de la vida cotidiana, en Kirguistán estos espacios están a cielo abierto, sin rejas, muchas veces sin caminos definidos. No hay una noción clara de «entrar» a un cementerio. Uno ya está en él al borde del camino, en la ladera, en medio de la nada.

Eso cambia la relación que el viajero —y el local— establece con estos espacios. No se los mira con distancia, sino con cierta naturalidad. Están ahí, como las ovejas, como los campos de patatas, como las montañas. Se convive con los muertos sin solemnidad artificial.

Una ruta, muchas capas

En Issyk-Kul, los cementerios no compiten con las playas ni con los balnearios de aguas termales. Pero son parte esencial de la experiencia, si uno viaja con los ojos abiertos. No son lugares a los que se va: son lugares que aparecen. Basta con mirar hacia las colinas.

Y en una región donde, sin saberlo, la humanidad enterró el origen de una de sus peores catástrofes, mirar los cementerios es también un ejercicio de memoria. Porque la historia —como los cuerpos— no siempre descansa en paz.

